Paisaje Industrial
En pintura todo paisaje ambiciona, siquiera secretamente, contener el mundo. Por descontado, como cualquier representación del mundo concebible fracasa en el intento. El buen paisajista consigue concentrar dentro del territorio de su obra toda la atención de la mirada y tentarla de forma irresistible a entrar en el paisaje, otear cada perspectiva, pasear cada camino, detenerse en los encantos o los misterios de cada detalle del país pintado; pero precisamente porque el pintor es diestro y la ha cautivado, la mirada desea inmediatamente después ir más allá: cruzar el horizonte, doblar el recodo del camino o del río que se pierde al fondo, acompañar en su viaje a la pequeña figura que está a punto de desaparecer tras ellos. Pero su impulso se frustra en la frontera absoluta del marco, y la imagen tiene que delegar en la imaginación.
Parte de la profunda reeducación de la mirada que ha impuesto la fotografía consiste, por el contrario, en la aceptación no solo de que la imagen que vemos es siempre un fragmento, sino también en la asunción casi automática de que una parte sustancial de su significado depende de todo lo que el encuadre segrega del conjunto del mundo: dentro y fuera de la fotografía.
Los paisajes fotográficos de Luis Hernando parten de esas reglas y las asumen plenamente para sacarles todo el jugo. Son, en efecto, paisajes puros puesto que su tema es exclusivamente el lugar, o una parte del lugar. Pero su potencia plástica y su capacidad de sugestión se basan precisamente en el modo en el que localizan, seccionan y aíslan partes concretas del conjunto de su escenario, a menudo bien conocido por cualquiera, extrañándolas, revelando su belleza exenta, liberando toda la carga formal y poética que contienen y que –como casi todo lo que nos rodea– ignora nuestra mirada sobresaturada, distraída o simplemente vaga. Puesto que ese poder de sugestión se multiplica en la medida en que conocemos o creemos conocer bien aquello que no vemos en cada imagen; lo que rodea al castillete de mina, la fachada de una ruina industrial, el objeto abandonado en cualquier solar fabril de cualquiera de nuestros suburbios.
Pero hay más que eso. En un movimiento de fuera hacia adentro, Hernando se concentra en el interior de lo que fotografía con la misma imposición de intimidad que se persigue en los géneros de interior: el bodegón o el retrato. Sin dejar de ser paisaje por su asunto, cada imagen consigue a la vez evocar el contexto conocido y encapsular delicadamente en un ámbito cerrado, protegido y propio aquello que la fotografía ha elegido salvar. Sin dejar tampoco de ser industriales, los motivos que han disparado su mirada y su cámara no se inscriben en absoluto en lo que en la taxonomía anglosajona de géneros paisajísticos se denomina hardscape, en razón de la belleza áspera y a menudo fríamente documental que abunda en el paisaje fotográfico industrial o suburbano. Todo lo contrario. Aquí se atiende a la piel del hormigón o a las facciones de un muro, a la humanidad ausente en una silla solitaria o en una torre de platos que se elevan como en una elegía congelada.
Así, frente al paisajismo de la pintura tradicional, se consigue encerrar la totalidad de lo que se quiere representar, como sucede en un retrato o una naturaleza muerta; y, frente a la fotografía, se nos insta a tomar el fragmento como un todo. Y, si acaso, ya de vuelta al mundo, a aprender a mirar de ese mismo modo cualquier detalle del escenario –solo en apariencia banal o prosaico– donde habitamos cada día nuestro propio paisaje.
J.C. Gea
Diciembre de 2020